miciudadreal - 8 diciembre, 2016 – 00:56
La burguesía con su triunfo revolucionario declara voluntad
igualitaria y no excluyente. Pero pronto demuestra que aunque rechaza
los privilegios del linaje, no sucede lo mismo con los del dinero y los
del sexo. La clase obrera, mucho mayor numéricamente, es excluida de la
participación en la gestión pública, y las mujeres, incluidas las
burguesas, continúan marginadas del poder político y jurídico.Y ello a pesar de que las ideas igualitarias del siglo XVIII, que desembocan en la Revolución francesa, despiertan grandes esperanzas entre las mujeres y las clases oprimidas. Olimpia de Gouges llega a escribir en 1791 la Declaración de los Derechos de le Mujer y de la Ciudadana, paralelo femenino a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789).
Pero, en el marco de la Revolución Industrial, las mujeres y sus hijos engrosan el trabajo embrutecedor e infrahumano en las fábricas, mientras que las mujeres de la burguesía se convierten en muchos casos, como ya se ha dicho, en “muñecas de salón”.
Ante esa situación, algunas mujeres se organizan y reivindican una serie de cuestiones. Durante el siglo XIX se centran, sobre todo, en el pleno acceso a la educación, al mundo laboral, a la vida pública y, principalmente, en la consecución del derecho de voto. En Francia hay luchas de mujeres con contenidos más generales, pero la lucha por el voto tiene mayor repercusión en EE UU e Inglaterra. El cuadro sirve para recordar las fechas en que se aprobó el voto femenino en algunos países.
Como se puede observar, el proceso fue largo. En EE UU la lucha de las mujeres por sus derechos surge al calor de los movimientos abolicionistas. Pero después de la guerra civil (1861-1865) empieza la división entre la causa feminista y la de los negros. El estado de Wyoming (1869) fue el primero en reconocer el derecho de las mujeres a votar, aunque hasta 1920 el derecho no se generalizó.
En Inglaterra la lucha sufragista, intensa desde comienzos del siglo XX, se caracteriza por el radicalismo e, incluso, la violencia hasta que gana la primera batalla en 1918, aunque hasta el año 1928 no se aprobó la igualdad total. La sucesiva conquista del voto femenino en los diferentes países es en realidad sólo el fin de una primera etapa en la lucha de las mujeres por conseguir sus derechos. El proceso, con las alternativas que se quieran, todavía continúa.
En España el derecho de voto femenino no se reconoce hasta la Segunda República, con la Constitución de 1931. Durante el siglo XIX, salvo leves excepciones, funciona un sistema electoral basado en el voto censitario, es decir, en la capacidad económica. En 1890 se aprueba lo que pomposamente se llama sufragio universal y que sólo es el derecho de voto para hombres mayores de 25 años.
Con la proclamación en 1931 de la Segunda República la mujer llega por vez primera al Parlamento. Clara Campoamor, por el Partido Radical, y Victoria Kent, por el Radical Socialista, ocupan sendos escaños. Meses más tarde se incorpora también Margarita Nelken, por el Partido Socialista, una vez resuelta una impugnación.
Clara Campoamor fue la máxima defensora del derecho de voto femenino en las Cortes Constituyentes. Ella, como confiesa en su obra Mi pecado mortal. El voto femenino y yo (1935), no toma parte muy activa en las campañas a favor del feminismo, que entendía así: “Digamos también que la definición de feminista con la que el vulgo, enemigo de la realización jurídica y política de la mujer, pretende malévolamente indicar algo extravagante, asexuado y grotesco, no indica sino lo partidario de la realización plena de la mujer en todas sus posibilidades, por lo que debiera llamarse humanismo; nadie llama hominismo al derecho del hombre a su completa realización”.
Isidro Sánchez
Desde el revés de la inopia
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