miciudadreal - 2 diciembre, 2016 – 08:45
La humanidad se ha enfrentado desde sus orígenes a problemas básicos, como el abastecimiento y la procreación. La abundante procreación impide a la mujer participar en otras tareas y la subsistencia, por otra parte, corre a cargo del hombre. El engendrar no es considerado como actividad sino como mera función natural, aunque tiene una dimensión en la mentalidad del hombre que confiere a la mujer una dignidad suprema.
Desde el principio el hombre mata y la mujer procrea. Y al arriesgar la vida frente a animales u otros hombres se convierte en superior. Simone de Beauvoir lo explica así en su obra El segundo sexo (1949): Cuando en presencia de dos categorías humanas, una es privilegiada, se impone a la otra, y se dedica a mantenerla en la opresión. Se comprende así que el hombre tenga la voluntad de dominar a la mujer.
Es verdad que en las sociedades sedentarias la mujer se reviste de un prestigio especial ya que la maternidad adquiere cierto carácter sagrado, aunque en las nómadas, por el contrario, es algo solamente accidental. No obstante, las sociedades evolucionan hacia el patriarcado y el hombre se afirma como sujeto soberano. Pero la situación femenina no tiene una progresión continuada y su realidad sufre a lo largo de la historia las consecuencias de transformaciones económicas, políticas y sociales.
La doctrina cristiana contribuye en general a la opresión de la mujer, con visiones de padres de la Iglesia adversas. Para Santo Tomás de Aquino “la mujer es algo deficiente y circunstancial” y San Agustín, más radical, llega a escribir que “la mujer es un animal que no es ni firme, ni estable, es rencorosa ante la confusión de su marido, se nutre de maldad y es comienzo de todos los pleitos y camino de toda iniquidad”.
Mariló Vigil (La vida de las mujeres en los siglos XVI y XVII, 1986) considera la obra El jardín de las nobles doncellas, escrita en el siglo XV por fray Martín de Córdoba, un instrumento relativamente sistemático sobre la visión de la condición femenina por parte del cristianismo. Proclamó la igualdad esencial de todos los hombres, aunque esta creencia coexistía con fuertes desigualdades sociales y jurídicas. También presentó, en teoría, a la mujer como persona, le otorgó dignidad humana. Las discusiones de determinados teólogos sobre si las mujeres tenían o no alma, o sobre si eran maléficas o benéficas, son minoritarias, según afirma Vigil.
Fray Martín de Córdoba indica que las mujeres son criaturas racionales y humanas, pero con matrimonio y familia como razón principal de su existencia. Por ello, deben ser obsequiosas y proporcionar servicios domésticos, aunque ciertas inclinaciones negativas pueden aparecer en ellas. Son, dice Martín de Córdoba, intemperadas (siguen los apetitos carnales, como comer, dormir u holgar, y “otros que son peores”), extremosas (mucho exceden y cuando son piadosas, lo son mucho; cuando son crueles, lo son mucho; y cuando son desvergonzadas “son por cabo”), parleras (viéndose “flacas” para poner el negocio a manos, lo ponen a palabras; “porque lo que no puede la espada que lo haga la lengua”), porfiosas (faltas de razón, “ca no saben de probar su intención con que quieren salir porfiándolo”), móviles e inconstantes (así como las mujeres tienen el cuerpo “muelle e tierno”, así sus voluntades y deseos son “variables e no constantes”). Esa era, en síntesis, la visión que sobre la condición femenina destilaba la ideología cristiana.
Juan Luis Vives, por su parte, traza un perfil de la mujer ideal en su Instrucción de la mujer cristiana (1523), en el que aparece como casta, obediente, recatada, sacrificada, subordinada, sumisa, defensora del propio honor y del familiar, educadora de los hijos y condenada al anonimato. Una imagen semejante esboza Fray Luis de León en su obra La perfecta casada (1583), al proponer que las mujeres deben vivir en el anonimato y bajo la subordinación de su marido: “la muger no ha de traspasar la ley del marido, y en todo le ha de obedecer y servir”.
La división de las mujeres durante aquellos siglos corresponde a la siguiente estratificación: doncellas o solteras, casadas, viudas y monjas. Siguiendo una vez más a Mariló Vigil, cada estrato desarrolla un modelo de comportamiento. La doncella tiene que ser modesta, obediente y recatada; la casada debe ver el matrimonio como oficio y la maternidad como fin primordial; la viuda debe vivir doliente, enlutada y enclaustrada; y las monjas vivir en conventos, entendidos como aparcamientos de mujeres. Bien es cierto, que una cosa era el modelo y otra muy distinta la realidad.
En general, durante Feudalismo y Antiguo Régimen la condición de las mujeres aparece muy incierta, encontrándose alternativamente ensalzadas y rebajadas. Permanece más o menos estable desde el siglo XV al XVIII. Pero en la época de la Ilustración las ideas enciclopedistas son el germen de su esperanza liberalizadora y en Francia o Inglaterra participan activamente en los movimientos radicales.
Isidro Sánchez
Desde el revés de la inopia
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