miciudadreal - 8 noviembre, 2019 – 08:37
Muchos patriotas de antaño, generalmente de familias pudientes, “aman” tanto a España que cuando la cosa se pone mal y llega la guerra impiden a sus hijos defender a la patria. Sencillamente, no se incorporan al ejército. Otros muchos, incluso, hacen lo mismo aunque sin conflicto bélico. Para ello sólo tienen que pagar una cantidad de dinero que libra legalmente de hacer el servicio militar.
Recordemos uno de aquellos certificados, entregado a cambio de tal “sacrificio”, que reciben los mozos de las familias, normalmente lo más granado del nacionalismo español del momento, tras el pago de una importante cantidad. La certificación del Teniente Coronel de la Caja de Recluta de Ciudad Real muestra cómo una persona, tras el abono correspondiente, evita servir a la Patria. Comienza exactamente así: “Certifico: Que el recluta del reemplazo de 1904 (...) ha entregado en Caja el día veintisiete una carta de pago original, fecha 27 de septiembre de 1905, expedida por la Delegación de Hacienda de esta capital y señalada con el numero 44, en la cual consta haber consignado en la Caja de dicha dependencia la cantidad de mil quinientas pesetas, con destino a redimirse del servicio militar activo en el reemplazo actual...”.
Los hijos de los ricos se libran de ir al ejército gracias a su dinero, aunque con frecuencia tienen la palabra España en la boca, pero los pobres también lo intentan. Sobre esa cuestión tengo la fortuna de leer hace tiempo una interesante novela. Recuerdo que un largo viaje en tren me permite “devorarla” de una vez, como se leen las obras que apasionan. El profesor Carmelo Romero Salvador, escribe un libro con raíces en nuestro pasado, una novela histórica titulada, significativamente, Calladas rebeldías, publicada en Soria por el autor en 1995 (Y después por Prames en ediciones de 1998, 1999, 2010 y 2015).
Y... ¿qué pueden hacer los pobres? Unos, sencillamente, no tienen que incorporarse legalmente pues son hijos de viudas, de sexagenarios o no dan la talla. Otros, desaparecen. Los residentes en poblaciones costeras lo tienen más fácil, pueden subir a un barco y viajar a América. Pero los que viven en el interior prácticamente sólo tienen la opción de “echarse al monte”. Las páginas de los boletines oficiales de nuestro belicoso siglo XIX y parte del XX están repletas de requisitorias para la búsqueda de prófugos.
Esos patriotas del dinero se dedican históricamente a obtener beneficios, que en realidad es lo que les importa, con el vocablo España siempre en la boca. Manuel Azaña, como presidente del Ateneo de Madrid, en su discurso de la sesión de apertura de curso el 20 de noviembre de 1930, identifica a esa minoría en referencia a mediados del siglo XIX, pero se puede extender a otras épocas en lo que respecta al aprovechamiento del poder para beneficio propio y de los grandes capitales: “Bajo la férula del moderantismo, lo más granado de la sociedad española se aplica a vendimiar el poder, haciendo bueno el apóstrofe de Javier de Burgos: ¡Hay mucha gloria que conquistar; mucho dinero que ganar!” (Tres generaciones del Ateneo, Madrid, 1930).
Y también están los jefes patriotas presentes en el ejército, demasiadas veces preocupados en desarrollar la forma más eficaz de obtener ganancias, aunque sea a costa de sus inferiores. Arturo Barea Ogazón (1897-1957) describe en su obra, publicada en principio en Londres, la situación durante la guerra de África: “Y para escapar a mí mismo, comencé a hablar. Les conté lo que había visto con todos sus detalles; les hablé de los muertos de Melilla, de los moribundos del hospital de Tetuán, del hambre y los piojos, de las judías agusanadas cocidas con pimentón, de la vida miserable de los soldados españoles y de la desvergüenza y de la corrupción de sus jefes” (La forja de un rebelde, 1940-1945).
Barea habla de acabar con esa situación: “Los otros, los otros, los herederos de la casta que había regido España durante siglos, los que yo había conocido manejando la guerra en Marruecos, con su corrupción estupenda, con sus glorias retiradas, cebándose en latas de sardinas podridas, en sacos de judías llenos de gusanos: esto era lo que había que combatir”. Los españoles intentan luchar contra ese estado de cosas, pero los militares facciosos y africanistas protagonizan un golpe de fuerza en julio de 1936. Por cierto, que Alejandro Amenábar describe de forma magnífica en su película Mientras dure la guerra para el caso de Salamanca.
Isidro Sánchez
Desde el revés de la inopia
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