viernes, 8 de noviembre de 2019

Patriotas de ayer y de hoy (1)

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- 8 noviembre, 2019 – 08:37

Muchos patriotas de antaño, generalmente de familias pudientes, “aman” tanto a España que cuando la cosa se pone mal y llega la guerra impiden a sus hijos defender a la patria. Sencillamente, no se incorporan al ejército. Otros muchos, incluso, hacen lo mismo aunque sin conflicto bélico. Para ello sólo tienen que pagar una cantidad de dinero que libra legalmente de hacer el servicio militar.



Es la denominada redención a metálico, importante desigualdad de clase que lleva a los hijos de los pobres a la guerra y mantiene en casa a los vástagos de los ricos. Efectivamente, en 1878 se instaura la posibilidad de la redención mediante el pago de 2.000 pesetas y en 1885 se establecen dos cuotas distintas, 1.500 si el mozo tiene que hacer el servicio en la Península y 2.000 si tiene que prestarlo en África o Ultramar, cantidades que permanecen invariables hasta 1912.


Colección particular
Recordemos uno de aquellos certificados, entregado a cambio de tal “sacrificio”, que reciben los mozos de las familias, normalmente lo más granado del nacionalismo español del momento, tras el pago de una importante cantidad. La certificación del Teniente Coronel de la Caja de Recluta de Ciudad Real muestra cómo una persona, tras el abono correspondiente, evita servir a la Patria. Comienza exactamente así: “Certifico: Que el recluta del reemplazo de 1904 (...) ha entregado en Caja el día veintisiete una carta de pago original, fecha 27 de septiembre de 1905, expedida por la Delegación de Hacienda de esta capital y señalada con el numero 44, en la cual consta haber consignado en la Caja de dicha dependencia la cantidad de mil quinientas pesetas, con destino a redimirse del servicio militar activo en el reemplazo actual...”.


Mozos redimidos
Al mismo tiempo, los pobres, que no pueden pagar esa cantidad, engrosan las filas de un ejército defensor de la Patria, según se dice constantemente, aunque en realidad ampara intereses económicos de unos pocos. Las cifras que aparecen en la tabla adjunta puede dar idea de la situación. Los datos de AC (https://almirantecervera.com/, consulta el 3.11.2019) muestran que cerca de cinco mil mozos se libran de la mili en 1891, casi diez mil en 1894, con motivo de la campaña de Melilla. Durante el año siguiente el número de no incorporados al ejército aumenta considerablemente al comenzar las hostilidades en Cuba y la cifra llega a su punto culminante en 1898, cuando 23.284 hijos de grandes nacionalistas españoles no pueden defender a la Patria.
Los hijos de los ricos se libran de ir al ejército gracias a su dinero, aunque con frecuencia tienen la palabra España en la boca, pero los pobres también lo intentan. Sobre esa cuestión tengo la fortuna de leer hace tiempo una interesante novela. Recuerdo que un largo viaje en tren me permite “devorarla” de una vez, como se leen las obras que apasionan. El profesor Carmelo Romero Salvador, escribe un libro con raíces en nuestro pasado, una novela histórica titulada, significativamente, Calladas rebeldías, publicada en Soria por el autor en 1995 (Y después por Prames en ediciones de 1998, 1999, 2010 y 2015).


2010
Se puede leer en ella las aventuras y desventuras del tío Cigüeño, hijo del Renegrido y la Centena, su vida en un pequeño pueblo castellano, su filosofía sobre la Iglesia y, entre otras cuestiones, como se las apaña “para librarse del matadero”. Y contando las peripecias del tío Cigüeño, el historiador –el oficio de Romero–, describe las diferentes formas que nuestros abuelos utilizan para librarse del servicio militar. Los que disponen de posibles pagan la cantidad estipulada, como se ha visto, y santas pascuas. El problema es, como siempre, para los humildes.
Y... ¿qué pueden hacer los pobres? Unos, sencillamente, no tienen que incorporarse legalmente pues son hijos de viudas, de sexagenarios o no dan la talla. Otros, desaparecen. Los residentes en poblaciones costeras lo tienen más fácil, pueden subir a un barco y viajar a América. Pero los que viven en el interior prácticamente sólo tienen la opción de “echarse al monte”. Las páginas de los boletines oficiales de nuestro belicoso siglo XIX y parte del XX están repletas de requisitorias para la búsqueda de prófugos.


1930
Otros tratan de utilizar los resquicios de la ley para evitar el largo y peligroso servicio militar: se cortan el dedo índice, se sacan el ojo derecho, se arrancan algunos dientes... El tío Cigüeño se libra de la mili con un método más ingenioso: empequeñece para no dar la talla. Una vez en el monte, se puede leer en el libro, llena las alforjas de pedruscos, los carga sobre ambos hombros y a cuidar las ovejas. El día de la talla se apunta, tras varias mediciones, un metro cuarenta y nueve centímetros.
Esos patriotas del dinero se dedican históricamente a obtener beneficios, que en realidad es lo que les importa, con el vocablo España siempre en la boca. Manuel Azaña, como presidente del Ateneo de Madrid, en su discurso de la sesión de apertura de curso el 20 de noviembre de 1930, identifica a esa minoría en referencia a mediados del siglo XIX, pero se puede extender a otras épocas en lo que respecta al aprovechamiento del poder para beneficio propio y de los grandes capitales: “Bajo la férula del moderantismo, lo más granado de la sociedad española se aplica a vendimiar el poder, haciendo bueno el apóstrofe de Javier de Burgos: ¡Hay mucha gloria que conquistar; mucho dinero que ganar!” (Tres generaciones del Ateneo, Madrid, 1930).


2018
Se trata de una oligarquía preocupada, según manifiesta con entonaciones diversas, por Dios, Patria, orden y propiedad y que huye como de la peste de cultura, reflexión y pensamiento. Pero lo que realmente le importa son sus negocios y la forma de aumentar los beneficios, a costa de lo que sea. Y si no hay otra forma de mantener sus privilegios, tampoco le hace ascos a la utilización de la fuerza militar.
Y también están los jefes patriotas presentes en el ejército, demasiadas veces preocupados en desarrollar la forma más eficaz de obtener ganancias, aunque sea a costa de sus inferiores. Arturo Barea Ogazón (1897-1957) describe en su obra, publicada en principio en Londres, la situación durante la guerra de África: “Y para escapar a mí mismo, comencé a hablar. Les conté lo que había visto con todos sus detalles; les hablé de los muertos de Melilla, de los moribundos del hospital de Tetuán, del hambre y los piojos, de las judías agusanadas cocidas con pimentón, de la vida miserable de los soldados españoles y de la desvergüenza y de la corrupción de sus jefes” (La forja de un rebelde, 1940-1945).
Barea habla de acabar con esa situación: “Los otros, los otros, los herederos de la casta que había regido España durante siglos, los que yo había conocido manejando la guerra en Marruecos, con su corrupción estupenda, con sus glorias retiradas, cebándose en latas de sardinas podridas, en sacos de judías llenos de gusanos: esto era lo que había que combatir”. Los españoles intentan luchar contra ese estado de cosas, pero los militares facciosos y africanistas protagonizan un golpe de fuerza en julio de 1936. Por cierto, que Alejandro Amenábar describe de forma magnífica en su película Mientras dure la guerra para el caso de Salamanca.

Isidro Sánchez

Desde el revés de la inopia

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