viernes, 30 de octubre de 2015

Apuntes de historia: Auge y colapso de la Educación (y 2)

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- 30 octubre, 2015 – 00:50

En 1940 se editó en San Sebastián el libro Una Poderosa fuerza secreta. La Institución Libre de Enseñanza, repleto de resentimientos, mentiras, medias verdades y críticas malsanas hacia esa Institución, la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas o sus diversos centros y laboratorios. Las colaboraciones que contiene se habían editado en forma de artículos en El Noticiero, de Zaragoza, en julio de 1937. Se pueden leer lindezas como esta: “A la revolución roja, el socialismo le ha dado las masas y la Institución Libre de Enseñanza le ha dado los jefes”.


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Pues bien, José Talayero Lite, maestro e inspector de Enseñanza Primaria, trataba la parte dedicada a la enseñanza primaria. Sus ideas se pueden resumir con unas frases. Los “antiespañoles”, además de la prensa, utilizaron la primera enseñanza para “infectar a la masa”. La masonería controlaba el Ministerio de Instrucción Pública y se creó la Escuela Superior de Magisterio para la formación de profesores de Escuela Normal. Fueron, para Talayero, “fabricantes” de maestros e inspectores eternos vigilantes de la política, no de las aulas, y describía el “pecado” de esta manera: “El ambiente intelectual de la escuela era marcadamente kantiano y krausista. El espíritu pedagógico era el aleteo viviente de Rousseau. La entraña de las ciencias experimentales, a pesar de su objetividad, era profundamente cartesiana. La asignatura de Religión, cuando la hubo, sin vida, sin calor, como un producto pétreo puesto de espantajo. La Historia seguía el concepto evolucionista que tantos errores lleva consigo. Serio, no había nada”. Impresionante, pero así era el pensamiento impuesto a machamartillo. Ya se sabe, lo “serio” llegó con el franquismo y Talayero lo expresaba con una mezcla de falangismo y catolicismo.

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Pero lo que se produjo tras la guerra civil, en el marco de un conflicto bélico en el mundo que permitió a la “Nueva España” cometer las mayores atrocidades sin casi condenas internacionales, fue el fracaso del proceso modernizador de España, iniciado con el movimiento regeneracionista a principios del siglo XX e intensificado con la Segunda República. Esa evolución positiva, truncada por el golpismo militar en julio de 1936, dio paso al integrismo, al conservadurismo, al clericalismo, con ropajes fascistas en los primeros momentos y nacional-catolicos después. El control de la educación y la cultura fue prioritario para el nuevo Régimen, que se mantuvo durante casi cuarenta años gracias a la violencia institucionalizada. De cultura de la violencia habla el historiador Manuel Ortiz en su obra La violencia política en la Dictadura franquista 1939-1977. La insoportable banalidad del mal (Albacete, 2013), con mayor o menor intensidad según las diversas etapas y con diferente estrategia en cada momento.
Dionisio Ridruejo, falangista de primera hora que después rechazó esa ideología, destacó las principales características de forma contundente: “la investigación y la enseñanza se convierten en empresas oficiales de un Estado dogmático que con frecuencia las delega a una Iglesia de cruzada” (“La vida intelectual española en el primer decenio de la postguerra”, Triunfo, 17-6-1972). Todo ello adobado con la actividad de una censura “de inspiración predominantemente eclesiástica”, según quien había sido jefe de propaganda. Eso para las personas que quedaban pero, se preguntaba Ridruejo, ¿cuántas quedaban? Muertos, depurados, inhabilitados o “voluntariamente inhibidos” estaban fuera. Es decir, la represión se ensañó con los docentes y la cultura. Un gran número, confirmado por diversas investigaciones, de universitarios, profesores de instituto, maestros, investigadores, artistas, escritores, poetas, divulgadores, traductores, etcétera.
En fin, los aires modernizadores que la sociedad española conoció durante la Segunda República fueron sustituidos por una escuela patriótica y una educación religioso-moral, un bombardeo de ideas y preceptos retrógrados, según Miret Magdalena, bañados de obligación religiosa estricta que lo inundó todo y que todavía tenía incidencia social en la Transición (“La educación nacional-católica en nuestra posguerra”, Tiempo de Historia, 1-3-1976). Esa educación se desarrollaba en una escuela unitaria, con unos maestros, sobre todo en el ámbito rural, normalmente inmersos en un ambiente lleno de pobreza, desamparo y soledad.
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Una escuela que generalmente era rectangular, con paredes desconchadas y mapas, carteles o trabajos escolares esparcidos. La hemos visto en fotografías, recreaciones cinematrográficas o descrita en un buen número de libros, pero la evocación de Jesús Asensi Díaz puede servir para recordar la imagen de aquellas aulas del nacional-catolicismo (“Memoria de un maestro. Memoria de la escuela”, Tendencias Pedagógicas, 2009). En el frontal aparecía el crucifijo, flanqueado por los retratos del dictador Franco y del falangista José Antonio. Bajo ellos la mesa y el sillón del maestro, normalmente sobre una tarima o estrado, desde donde se oteaba el espacio docente. Un desvencijado armario de madera guardaba el escaso material que había en la escuela y “el gran encerado –la pizarra le decíamos todos– siempre estaba escrito con tiza blanca y de colores, señalando la fecha, los temas del día, los ejercicios, las muestras caligráficas, los resúmenes y las consignas religiosas y patrióticas”.
Una educación que se desarrolló en la estela del nazismo alemán y el fascismo italiano y en la que demasiadas veces se manifestaba una notable aversión hacia los libros, sobre todo a los considerados antiespañoles, comunistas, pornográficos y un largo etcétera en el que cabía casi todo. Sólo como ejemplo es posible recordar un verdadero “auto de fe” que tuvo lugar en Madrid, en los jardines de la Universidad Central, el domingo 30 de abril de 1939, como acción purificadora, se decía. Falange Española, con la preparación del SEU, encabezó una quema de libros procedentes del Ateneo Libertario. El secretario de la organización estudiantil decía que esas acciones eran necesarias en la España Nueva, “dispuesta a inspirarse en nuestras gloriosas tradiciones, tan olvidadas en los pasados años”. El jefe provincial del Sindicato aconsejaba, por otra parte, alejarse de “libros perniciosos, cuya lectura ha envenenado tantas conciencias juveniles, arrastrándolas al materialismo marxista, al vicio  y a la incultura” (ABC, 3-5-1939).
La visión de la prensa del exilio sobre el vandálico acto fue muy diferente. En el periódico España Democrática (Montevideo, 12-5-1939), por ejemplo, se escribía lo siguiente: “Pero la incredulidad se convirtió en realidad actuante. Los nuevos bárbaros erigidos en dueños de los derechos inalienables de los Hombres han reeditado a aquellas orgías grotescas de las hogueras infernales, creyendo que en las llamas que se extinguen, extinguen también las más altas concepciones de la mente humana. Rousseau, Lamartine, Freud, Marx, Gorki, Voltaire, Remarque, Arana y Goiri, Moya, Canalejas, Bécquer, etc., junto a la colección del Heraldo de Madrid que ha tenido el honor de representar a la prensa liberal española en la hoguera fascista por haber sido siempre un representante de la cultura y de la tolerancia en España, han caído juntos en la hoguera satánica de los que desgobiernan a esta España de hoy, más grande y más sublime que nunca por el sufrimiento estoico de sus hijos”.
En fin, el auge de la educación y la cultura, en un proceso que se inició a comienzos del siglo XX, llegó con la Segunda República. Y el colapso se produjo en los  años cuarenta, de la mano del fascismo y el nacional-catolicismo. De aquel trauma, siento expresarlo así pues me duele, todavía no nos hemos recuperado del todo.

Isidro Sánchez

Apuntes de historia

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